lunes, 18 de enero de 2010

La invidente

Buenas tardes Señora.- Contesta lo mismo. Sale la tripulación del avión. Saludos, abrazos, besos. Se van, y el Capitán le dice a la Señora: -¿qué dice? dejen de saludarse y métanme al avión-. La Señora solo sonrío. Estaba en su silla de ruedas, llevaba unos lentes muy oscuros y le calculé unos sesenta años de edad.
Llega el oficial de operaciones a avisar al Capitán y a la sobrecargo principal que llevaremos a bordo a una invidente. Que no hay restricciones para llevarla sin embargo en caso de una evacuación la sobrecargo principal se encargaría de su seguridad. Salí justo fuera del avión sobre el túnel por ella. Ahí estaba y estaba sonriendo. Sin ver. El muchacho que llevaba la silla de ruedas la intrudujo al avión y entre el y yo le dimos el brazo para que se levantara y junto con la otra sobrecargo la dirijimos para sentarse. "más atrás, un poquito más atrás, ahí, justo ahí".

Dicen que los sordos desarrollan mucho más su sentido de la vista, y del tacto. Los ciegos así tienen mucho más desarrollado su sentido auditivo y kinestésico. Con la sonrisa tan pura y la expresión en sus cejas y ojos que tenía la Señora puedo jurar que su estado emocional era más puro y más hermoso que el de cualquiera de los que estábamos a su alrededor. Fue hace dos días eso, y sigo acordándome de su sonrisa.

Me arrepiento de no haber ido durante el vuelo con ella a hacerle una sola propuesta: cuénteme la historia de su vida. Hubiéramos aprendido tanto de ella. Solo verla revelaba lo plena, lo madura, lo sensata, lo feliz que la Señora debe ser.

Y dices: cómo esa mujer, a sus años, sin vista, confiada en su pequeño bastón y su oído para guiarse irradia tanta felicidad. Se ha de imaginar cada ruido, cada voz, cada sonido, y fabricar la imagen en su mente... y estoy seguro lo disfruta.

Qué bendición que podamos ver. Tener la imagen viva, colorida, intacta de lo que oímos, de lo que sentimos, de lo que somos, de lo que nos hace sentir. Como a veces dejamos de valorar lo que tenemos. Lo que usamos. Con lo que vivimos. Algo tan importante y a lo que estamos tan acostumbrados como la vista, y sin embargo parecemos padecer tantas veces esa ceguera de amor, esa ceguera de las necesidades de los demás, esa ceguera de valorar lo que tenemos.

Volvimos a ayudar a esa mujer de su siento al asiendo de la silla de ruedas. Le pusimos su bolsa en su vientre, su bastoncito en una de sus manos. Dijo: -me le dan las gracias a los pilotos.- Solo sonreí, y antes de quedarme con las ganas le dije: gracias a usted. Y en mi mente hizo eco y repetí: gracias a usted.

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